La malaria, también conocida como paludismo, es una enfermedad causada por el parasito Plasmodium, el cual se trasmite a través de una picadura de un mosquito infectado y puede contagiar cualquiera de estas subdivisiones:Plasmodium falciparum y Plasmodium vivax, los cuales son los más comunes en la malaria; Plasmodium malariae y Plasmodium ovale son los más fatales si no se tratan a tiempo.
Los síntomas que aparecen entre 10 a 15 días luego de ser picados por el mosquito, van desde fiebre y sudoración hasta dolor de cabeza y vómitos que pueden traer consigo problemas renales o incluso la muerte.
Entre las medidas preventivas se recomienda el uso de mosquiteros impregnados con insecticidas; que tienen como objetivo disminuir el riesgo de las picaduras de los mosquitos infectados. Desde 2005 se han distribuido en todo el mundo más de 2.000 millones de mosquiteros tratados con insecticidas para prevenir la malaria.
Todos estos contaban con una sola clase de insecticida: los piretroides. Sin embargo, como en muchas zonas y como muchas plagas los mosquitos desarrollaron resistencia a este insecticida; por lo que la OMS emitió que es necesario usar mosquiteros tratados con otros ingredientes activos para mejorar la efectividad de estos.
Actualmente, como recomendación de la OMS es necesario usar mosquiteros tratados con piretroide-clorfenapir, que combinan un insecticida piretroide y un insecticida pirrol para potenciar el efecto letal del mosquitero. O usar, los mosquiteros con piretroide-piriproxifeno, que combinan un piretroide con un regulador del crecimiento de los insectos (IGR), que interrumpe el crecimiento y la reproducción de los mosquitos, previniendo ser contagiados por la enfermedad.
Como una estrategia para combatir los contagios en todos los países afectados la OMS creó el Plan de Acción para la Eliminación de la Malaria 2021-2025, el cual es un documento que busca orientar los planes nacionales y promover la acción sistemática de detección, diagnóstico y respuesta, que debe ser implementada masivamente y monitoreada programáticamente.
En este documento se remarca la necesidad de abordar los focos clave de malaria en cada país con soluciones operativas específicas y basadas en la información. Remarcando la importancia de prevenirla con el uso de mosquiteros y de aprender a identificarla tempranamente para tratarla a tiempo sin causar daños graves a la salud de quienes se contagian.
En marzo de 1996, una comisión británica de investigación que informaba a la Cámara de los Comunes concluyó que las enfermedades cerebrales notables observadas en los jóvenes probablemente se debían al consumo de carne de ganado infectado con EEB (Encefalopatía espongiforme bovina). El pánico estalló en Europa: el consumo de carne se derrumbó, la carne europea se volvió invendible, cientos de miles de ganado tuvieron que ser sacrificados y la carne se destruyó, y se impusieron rápidamente prohibiciones de importación a la carne de vacuno británica.
Tanto el público como los políticos reaccionaron con sorpresa y se dieron cuenta de que no existía un sistema ni un conjunto uniforme de normas en la UE para evaluar y controlar la seguridad de los alimentos. La crisis de la EEB demostró la insuficiencia de esta política y dejó muy claro que la seguridad alimentaria necesita reglas y que estas reglas deben estar estrictamente basadas en la ciencia, es decir, libres de intentos de grupos de presión de manipular e influir en la seguridad alimentaria.
Por lo tanto, el Parlamento, la Comisión y los gobiernos nacionales crearon un sistema coherente de evaluación de riesgos y gestión de riesgos basado en criterios científicos verificables. A nivel europeo, se creó la Autoridad Europea de Seguridad Alimentaria (EFSA, cuyo trabajo se revisa y evalúa de forma independiente cada seis años), y a nivel nacional, se crearon autoridades como la Autoridad Francesa de Seguridad Alimentaria (AFSSA), la Agencia Británica de Normas de Alimentos (FSA) o, en Alemania, el Instituto Federal de Evaluación de Riesgos (BfR).
Desde entonces, se han introducido criterios estrictos para la evaluación de alimentos, ya sean carnes, nuevos alimentos, alimentos de cultivos modificados genéticamente o residuos de plaguicidas.
“El sistema de evaluación científica ha demostrado su valía”
Matthias Berninger
El sistema ha demostrado su valía: el último caso de una persona infectada con EEB ocurrió en la UE en 2016, y aparte del brote de ECEH (E coli) en 2011, que resultó en 4.000 enfermedades y 53 muertes, pero que se resolvió y detuvo con bastante rapidez, no ha habido grandes escándalos alimentarios.
Las decisiones tomadas sobre la base de las evaluaciones científicas no siempre han sido del agrado de todos. De hecho, algunas, p. ej. sobre los neonicotinoides, han sido criticadas por la industria y Bayer ha apelado la posterior prohibición impuesta por la Comisión. Sin embargo, ni Bayer ni la industria han desafiado el sistema de evaluación científica.
Desafortunadamente, es una historia diferente por parte de las ONG ambientales que luchan contra la ingeniería genética, los plaguicidas y todo tipo de aditivos alimentarios. En el caso de la prohibición de los neonicotinoides, por ejemplo, elogiaron a las autoridades por su «valiente decisión», pero en el debate sobre la solicitud actual para extender la aprobación del glifosato, las mismas autoridades de repente están siendo retratadas como dependientes de la industria, infiltradas o incluso corruptas, en cualquier caso como subordinadas a la industria e irresponsables con el público. El proceso de evaluación está «controlado por la industria», afirma BUND, la rama alemana de Amigos de la Tierra, y agrega que las autoridades de aprobación carecen de «una distancia crítica con la industria» y que el procedimiento de aprobación debe ser «reformado radicalmente».
Paralelos sorprendentes
Llama la atención el paralelo de los opositores a las medidas del virus Corona y a la campaña de vacunación, que también acusan a las autoridades de estar demasiado cerca de la industria y de carecer de distancia crítica.
Aquí, como allí, se presentan «expertos» que representan posiciones que no son compartidas por la abrumadora mayoría de la ciencia: expertos que son conocidos principalmente por su cercanía con organizaciones que rechazan las vacunas, la ingeniería genética o los plaguicidas.
En el caso del glifosato, las opiniones externas se contrastan con los votos de los reguladores de Australia, Brasil, Alemania, la UE, Japón, Canadá, Corea, Nueva Zelanda, Estados Unidos y la FAO/OMS. Además, hay más de 800 estudios de seguridad, incluido el Estudio de salud agrícola (AHS) de EE. UU.. Durante 25 años, este estudio ha examinado continuamente a alrededor de 50.000 usuarios de productos fitosanitarios, incluidos 45.000 que aplican glifosato con regularidad. En todos esos años, no se ha encontrado ninguna asociación entre el uso adecuado de herbicidas a base de glifosato y el cáncer.
Más recientemente, en junio de 2021, cuatro organizaciones hermanas de la BfR alemana, las autoridades competentes de Francia, los Países Bajos, Suecia y Hungría encomendadas por la Comisión de la UE para realizar una evaluación del glifosato, también concluyeron que el glifosato no es cancerígeno y no representa un riesgo a los consumidores.
En este contexto, sembrar dudas con expertos cercanos a industrias específicas y con grupos de presión es consistente con la estrategia de negación de la ciencia organizada descrita por los historiadores de ciencia estadounidenses Naomi Oreskes y Erik M. Conway en 2010. En su libro “Merchants of Doubt” (Traficantes de dudas), Oreskes y Conway describen en detalle cómo los grupos de interés están tratando de influenciar a la opinión pública y los legisladores a su favor al disputar el consenso científico sobre cuestiones ambientales o de ciencias de la salud. La estrategia de estos grupos de presión es el patrón de organizaciones que intentan distorsionar el debate sobre el glifosato: omitir hechos, negar un consenso científico, socavar la confianza en las autoridades y las instituciones científicas. A esto se suman tácticas como la participación de pseudo-expertos, la selección de estudios y la difusión de mitos de conspiración, pero sobre todo el avivar los temores de daños a la salud.
Una política que opera sobre la base de las emociones
Esta estrategia también aprovecha el hecho de que muchos medios tienen dificultades para distinguir la ciencia real de la desinformación y las narrativas distorsionadas porque se esfuerzan por informar de manera equilibrada, y a menudo caen en un falso equilibrio al dar demasiado espacio a posiciones minoritarias o externas.
En la reciente pandemia, estamos siendo testigos de los peligros de esas tácticas: ya, partes de la población han desarrollado grandes reticencias hacia la vacunación, el uso de mascarillas y otras medidas.
Por supuesto, es legítimo criticar decisiones políticas que se basan en evaluaciones científicas. Pero es muy peligroso socavar el proceso de evaluación científica en sí y difamar a las autoridades responsables de las cuestiones de salud y seguridad. El resultado final será una política que operará sobre la base de las emociones, que devolverá a nuestra sociedad a la misma situación en la que estábamos cuando estalló la crisis de la EEB: al azar, indefensa y desprevenida.
Este artículo o extracto se incluye en la selección comisariada diaria del GLP (proyecto de alfabetización genética) de noticias, opiniones y análisis ideológicamente diversos sobre la innovación en biotecnología.
Si le pidiera a un grupo de profesionales médicos que nombrara los logros de salud pública más importantes del siglo pasado, es casi seguro que los antibióticos y la vacunación generalizada contra las enfermedades infecciosas encabezarían la lista. Los Centros para el Control y la Prevención de Enfermedades (CDC) de EE. UU. agregarían la seguridad en los vehículos automotores, el agua fluorada, la seguridad en el lugar de trabajo y una disminución en el consumo de cigarrillos.
Si usted dijera que los plaguicidas no solo pertenecen en esa lista, sino que se encuentran en la parte superior de la misma, es probable que lo reciban con escepticismo, si no con incredulidad. Sobre este tema, los profesionales altamente educados son poco diferentes de los consumidores en general, quienes obtienen la mayor parte de su información de los reportajes de los medios que presentan abrumadoramente a los plaguicidas como una amenaza para la salud o incluso un peligro. En el mejor de los casos, algunos interlocutores de mente abierta podrían admitir que los plaguicidas son un mal necesario que los reguladores deberían tratar de limitar y, siempre que sea posible, eliminar de nuestro medio ambiente.
Sin embargo, según cualquiera de las medidas estándar de salud pública – reducción de la mortalidad, discapacidad y enfermedades infecciosas, así como mejora de la calidad de vida – la contribución de los plaguicidas modernos ha sido profunda. Un suministro adecuado de alimentos es absolutamente fundamental para la salud humana. Si se le niegan suficientes calorías, vitaminas y otros micronutrientes, los sistemas del cuerpo se descomponen. Las reservas de grasa se agotan y el cuerpo comienza a metabolizar los músculos y otros órganos para mantener la energía necesaria para la vida. Las funciones cardiorrespiratorias y gastrointestinales fallan y el sistema inmunológico se ve seriamente comprometido.
Un informe del 2019 del Fondo de las Naciones Unidas para la Infancia (UNICEF) encontró que “un tercio de los niños menores de cinco años están malnutridos – raquíticos, con emaciación o sobrepeso – mientras que dos tercios corren riesgo de desnutrición y hambre oculta debido a la mala calidad de sus dietas.» Y según la Organización Mundial de la Salud, la desnutrición es actualmente una causa subyacente en casi la mitad de las muertes de niños menores de cinco años. Los recién nacidos mal alimentados que sobreviven a la primera infancia pueden sufrir un retraso en el crecimiento permanente y un deterioro cognitivo de por vida. La muerte se debe con mayor frecuencia a la desnutrición que a los asesinos transmitidos por insectos como la malaria, la enfermedad de Lyme, el virus Zika, el dengue y la fiebre amarilla combinados. Además, hace que las personas sean más susceptibles a este tipo de enfermedades infecciosas. Los plaguicidas ayudan a abordar todos estos problemas aumentando el suministro de alimentos, controlando el crecimiento de micotoxinas dañinas, y previniendo las picaduras/mordeduras de mosquitos, garrapatas, otros insectos transmisores de enfermedades y los roedores.
La seguridad alimentaria es un fenómeno reciente
La comunidad médica conoce todos los trazos generales anteriores, al menos en abstracto. Pero al vivir en una época de abundancia agrícola sin precedentes, a menudo damos por sentada la provisión de dietas adecuadas. No deberíamos.
Como señaló el economista Robert Fogel en un libro del 2004, incluso en las naciones avanzadas e industrializadas, la seguridad alimentaria generalizada es un fenómeno relativamente reciente. Según el profesor Fogel, el consumo de calorías per cápita a mediados del siglo XIX en Gran Bretaña apenas igualaba a lo que el Banco Mundial denominaría hoy el de las naciones de «bajos ingresos». La disponibilidad de calorías en Francia a principios del siglo XIX la colocaría hoy en día entre las naciones con mayor inseguridad alimentaria del mundo. No fue hasta bien entrado el siglo XX que incluso las naciones más ricas alcanzaron el nivel de consumo de calorías per cápita necesario para escapar de la desnutrición crónica.
Lo que lo hizo posible fue un rápido aumento de la productividad agrícola después de la Segunda Guerra Mundial. Los rendimientos de los cultivos habían mejorado durante los dos siglos anteriores, sin duda, pero como se puede ver en gráficos de las tendencias históricas del rendimiento, el progreso fue lento y desigual. Eso cambió drásticamente a mediados de la década de 1940, cuando las curvas de rendimiento gradualmente ascendentes se volvieron repentinamente hacia arriba, subiendo casi verticalmente hasta donde se encuentran hoy.
Los rendimientos medios del trigo en Gran Bretaña en 1942, que estaban apenas en un treinta por ciento por encima de su nivel un siglo antes, se duplicaron en 1974. A finales de la década de 1990, se habían triplicado en comparación con 1942. Los cultivos en Europa occidental y Estados Unidos siguieron una trayectoria similar: crecimiento lento o estancamiento en la era anterior a la Segunda Guerra Mundial, seguido de una rápida aceleración a partir de fines de la década de 1940. Los rendimientos de maíz por hectárea de EE. UU., que habían aumentado solo un dieciocho por ciento entre 1900 y 1945, se triplicaron en los siguientes cuarenta y cinco años y, para 2014, habían aumentado más del 460 por ciento.
El papel fundamental de los plaguicidas
Entonces, ¿qué cambió para producir mejoras tan dramáticas? Los dos factores citados con mayor frecuencia son los fertilizantes nitrogenados más baratos producidos por el método Haber-Bosch de fijar nitrógeno directamente del aire, que entró en funcionamiento después de 1910, y los nuevos cultivos híbridos creados por Henry Wallace, que se comercializaron por primera vez en 1926 por su empresa de semillas, Pioneer Hi-Bred Corn Company (más tarde Dupont Pioneer y ahora Corteva Agriscience). Ambas innovaciones fueron adoptadas rápidamente por los agricultores en la primera mitad del siglo XIX – el uso de fertilizantes nitrogenados artificiales por parte de los agricultores estadounidenses se multiplico por diez entre 1900 y 1944, y el sesenta y cinco por ciento estaban plantando cultivos híbridos en 1945 – pero su uso y el desarrollo aumentó enormemente en los años de la posguerra.
Sin embargo, a menudo se ignora la introducción posterior a la Segunda Guerra Mundial de nuevos plaguicidas químicos sintéticos que redujeron drásticamente las pérdidas de los cultivos y posibilitaron gran parte del crecimiento del rendimiento estimulado por los nuevos fertilizantes y semillas. Los agricultores habían estado usando plaguicidas químicos desde los primeros días de la agricultura, pero hasta mediados de la década de 1940, estos eran en gran parte compuestos químicos simples que contenían azufre y metales pesados.
Un ejemplo fue el sulfato de cobre, del que los agricultores orgánicos todavía dependen hoy en día debido, irónicamente, a su alta toxicidad, actividad plaguicida indiscriminada y efectos duraderos (es decir, persistencia en el medio ambiente). Sin embargo, losavances en la química orgánica (es decir, basada en el carbono) proporcionaron a los agricultores de la era posterior a la Segunda Guerra Mundial una amplia gama de plaguicidas altamente efectivos y cada vez más específicos que han revolucionado la agricultura.
Sin embargo, incluso estas cifras subestiman enormemente la contribución de los plaguicidas modernos. Como han señalado el profesor Oerke y otros, muchos de los atributos críticos de las variedades modernas de cultivos que permiten mayores rendimientos hacen que los cultivos modernos sean más atractivos para las plagas; estos incluyen tallos más cortos (que previenen el daño de los elementos pero aumentan la competencia de las malezas), mayor resistencia al frío (que permite una siembra temprana de primavera y cultivos dobles), mayor densidad de cultivos y mayor producción de nutrientes estimulados por los fertilizantes sintéticos. Sin la innovación de los nuevos plaguicidas, gran parte de los beneficios del uso mejorado de fertilizantes e incluso la capacidad de supervivencia de las nuevas variedades de plantas que definen la agricultura en la actualidad se verían severamente restringidos o incluso bloqueados.
La ‘Revolución Verde’
En la década de 1960, el rápido crecimiento de la población en todo el mundo generó alarmas de hambruna generalizada. Muchos de los temores fueron exagerados, pero la urgencia era real. Durante el siguiente medio siglo, la población mundial se duplicó, y gran parte del aumento tuvo lugar en naciones pobres que ya eran crónicamente incapaces de alimentar a sus poblaciones. El hecho que el mundo haya evitado una hambruna generalizada se le atribuye en gran parte a un hombre: Norman Borlaug.
Conocido como el «Padre de la Revolución Verde» y «el hombre que salvó mil millones de vidas», recibió el Premio Nobel de la Paz en 1970 por sus incansables esfuerzos para exportar los beneficios de la tecnología agrícola a los agricultores en apuros de todo el mundo. Los efectos fueron dramáticos: los nuevos híbridos de trigo de alto rendimiento y resistentes a enfermedades que Borlaug introdujo en México, Pakistán e India duplicaron los rendimientos en cuestión de años y ayudaron a convertir a esas naciones en exportadoras netas.
Borlaug fue categórico durante toda su vida en que el éxito de la Revolución Verde solo era posible gracias a los plaguicidas modernos. En un discurso que pronunció un año después de recibir el Premio Nobel, condenó enérgicamente la «campaña de propaganda histérica y viciosa» del movimiento ambientalista contra los productos químicos agrícolas. Insistiendo en que los insumos químicos eran “absolutamente necesarios para hacer frente al hambre”, expresó su alarma de que la legislación que se estaba impulsando en el Congreso de los Estados Unidos para prohibir los plaguicidas condenaría al mundo al hambre.
A partir de la década de 1960, liderada por avances dramáticos en las naciones en desarrollo, la producción agrícola mundial comenzó un ascenso impresionante. El Profesor Patrick Webb de la Universidad de Tufts calculó: «En los países en desarrollo de 1965 a 1990, hubo un aumento del 106 por ciento en la producción de granos, lo que representó un aumento de aproximadamente 560 kilogramos per cápita a más de 660 kilogramos per cápita.» Y según la Organización de las Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación, el rápido aumento de la producción de alimentos provocó una reducción del hambre en el mundo, que se define como no tener una ingesta calórica adecuada para satisfacer los requisitos mínimos de energía, de más de la mitad entre 1970 y 2014. Detrás de esa simple estadística hay miles de millones de muertes prematuras evitadas, miles de millones de vidas rescatadas de enfermedades y sufrimientos crónicos, y comunidades enteras e incluso naciones salvadas de un ciclo interminable de subdesarrollo y pobreza extrema. Desde una perspectiva de salud pública, esos logros difícilmente pueden ser exagerados. Desafortunadamente, rara vez apenas se mencionan en estos días.
Prevalece el miedo, no los hechos
La discusión de los plaguicidas hoy ignora en gran medida los retos inherentes a la producción de alimentos en la escala necesaria y se centra en cambio en los temores exagerados que les rodea, a pesar de que están entre los más rigurosamente probados y estrictamente regulados de cualquier clase de productos. El resultado es una creciente reacción política y pública que retrasa la innovación de nuevos productos, restringe e incluso prohíbe del mercado productos perfectamente seguros, efectivos y establecidos.
El impulso creciente hacia la expansión de las prohibiciones de plaguicidas en Europa ha puesto en duda la viabilidad misma de la agricultura en ese continente. Una avalancha de demandas en los Estados Unidos contra plaguicidas (como el herbicida glifosato) universalmente considerados seguros por los reguladores podría poner a nuestro país en un camino similar. Mientras tanto, las agencias de desarrollo internacional, como la Organización de las Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación, que una vez defendió la Revolución Verde, están presionando a los agricultores más pobres del mundo para que adopten enfoques «agroecológicos» que prohíben los plaguicidas modernos (y otras tecnologías y productos) y son hasta cincuenta por ciento menos productivos. Esa es una receta para desafíos potencialmente mortales para la seguridad alimentaria.
Una cosa sería si este amplio ataque a los plaguicidas modernos aprobados por los reguladores tuviera mérito científico, pero el enfoque obsesivo de políticos, activistas y medios de comunicación sobre los riesgos percibidos para los consumidores colapsa bajo el escrutinio científico. En esto, se asemeja mucho al desafío de salud pública que presenta el movimiento contra la vacunación, que está liderado por muchos de los mismos grupos ambientalistas. Una diferencia fundamental es que el movimiento contra los plaguicidas cuenta con el apoyo de miles de millones de dólares de financiación anual de organizaciones sin fines de lucro adineradas, gobiernos (principalmente de la UE) y una floreciente industria agrícola/alimentaria orgánica que busca aumentar su participación en el mercado mediante la difusión de afirmaciones falsas y engañosas sobre la agricultura convencional.
Y a diferencia de la propaganda anti-vacunación, los medios de comunicación repiten automáticamente y amplifican el mensaje anti-plaguicidas con poca matización. («Si sangra, manda»). Incluso voces aparentemente autorizadas en la comunidad de la salud, como la Asociación Estadounidense de Pediatría, aconsejan al público que coma alimentos orgánicos, asumiendo erróneamente que los agricultores orgánicos no usan plaguicidas (lo hacen, y muchos) o quizás creyendo que los «plaguicidas naturales» hechos con metales pesados son de alguna manera menos tóxicos que los sintéticos. (La UE ha considerado prohibir el sulfato de cobre debido a sus riesgos humanos y ambientales, pero ha continuado reautorizándolo porque los agricultores orgánicos no tienen alternativas viables). Irónicamente, muchos plaguicidas orgánicos son considerablemente más dañinos para el medio ambiente.
Uno de los ejemplos más exitosos de propaganda anti-plaguicidas es la lista anual “Dirty Dozen” (docena sucia) producida por el grupo activista ambiental (Environmental Working Group, que también difunde el temor a las vacunas), destacando las frutas y verduras que tienen los residuos de plaguicidas detectables más altos. La capacidad de la tecnología moderna para detectar sustancias medidas en partes por mil millones o incluso por billón es extraordinaria, pero los residuos infinitesimales que se encuentran en los alimentos son casi con certeza demasiado pequeños para tener algún efecto fisiológico y, bajo cualquier medida razonable, representan un riesgo insignificante para los consumidores.
Las «tolerancias» (niveles de seguridad) reglamentarios de plaguicidas se calculan dividiendo la dosis más alta de un plaguicida que no tiene un efecto detectable en animales de laboratorio por un «margen de seguridad» de cien a mil, que establece un límite máximo de exposición sobre la cantidad acumulada de residuos de todos los productos aprobados, lo que significa que los reguladores consideran la suma de las tolerancias actuales al determinar el nivel de tolerancia para un nuevo producto. Para fines de comercio, los límites máximos de residuos (LMR) se establecen basándose en los niveles de seguridad multiplicados por un margen de seguridad adicional. Por lo tanto, incluso si se exceden los LMR, existe un riesgo muy bajo de efectos sobre la salud.
Por ejemplo, la Autoridad Europea de Seguridad Alimentaria señaló en su informe de seguimiento anual más reciente sobre residuos de plaguicidas (2017), que más de la mitad (cincuenta y cuatro por ciento) de 88.000 muestras en la Unión Europea estaban libres de residuos detectables. En otro cuarenta y dos por ciento, los residuos encontrados estaban dentro de los límites legales (LMR). Solo alrededor del cuatro por ciento excedió estos límites, que por tratarse de niveles ínfimos y por los márgenes de seguridad incorporados aún era poco probable que representaran un problema de seguridad.
Paradójicamente, los reguladores no aplican factores de seguridad tan grandes y conservadores a otras sustancias más tóxicas que consumimos de forma segura en cantidades mucho mayores todos los días. Considere, por ejemplo, la diferencia entre beber una o dos tazas de café y beber de cien a mil tazas a la vez. Dado que una dosis letal de cafeína es de unos diez gramos y una taza puede contener fácilmente 150 miligramos, sesenta y seis tazas podrían ser fatales. De manera similar, la naturaleza absurda de las afirmaciones del Grupo de Trabajo Ambiental se ve en los cálculos de las cantidades imposibles que uno tendría que consumir en un solo día, por ejemplo, 1,190 porciones de manzanas, 18,519 porciones de arándanos, 25,339 porciones de zanahorias según la Alliance for Food and Farming (Alianza para alimentos y agricultura): solo para alcanzar el nivel sin efecto.
De manera similar, las discusiones sobre los riesgos de cáncer comúnmente no reconocen que la mayoría de las frutas y verduras que forman parte de una dieta saludable contienen de forma natural sustancias químicas que son cancerígenas potenciales en dosis suficientemente altas. Muchas, como la cafeína y los alcaloides de los tomates y las papas, son plaguicidas naturales producidos por las propias plantas para protegerse de los depredadores. El Dr. Bruce Ames, quien inventó la prueba que todavía se usa hoy en día para identificar los carcinógenos potenciales, y sus colegas estiman que el 99,99 por ciento de las sustancias plaguicidas que consumimos son esos plaguicidas naturales, que, por supuesto, consumimos de manera rutinaria y segura.
Prevención de enfermedades
El papel de los plaguicidas en la protección de la salud pública es amplio, variado y, a veces, no evidente. Por ejemplo, la adición del plaguicida cloro al agua potable pública mata las bacterias dañinas. Los hospitales dependen de plaguicidas llamados desinfectantes para prevenir la propagación de bacterias y virus, y los fungicidas en pinturas y masillas previenen el moho dañino, mientras que los herbicidas controlan las malezas productoras de alérgenos como la artemisia y la hiedra venenosa. Los raticidas se utilizan para controlar los roedores que transmiten enfermedades como la peste bubónica y el hantavirus, y hay más de 100,000 enfermedades conocidas transmitidas por mosquitos, garrapatas y pulgas, que infectan a más de mil millones de personas y matan a más de un millón de ellas cada año; esas enfermedades incluyen la malaria, la enfermedad de Lyme, el dengue, el virus del Nilo Occidental y el Zika.
A pesar de que el número de infecciones transmitidas por garrapatas y mosquitos en los Estados Unidos se han disparado, el CDC (centro de control de enfermedades) advierte que estamos peligrosamente sin preparación – en gran parte debido a la oposición a los plaguicidas de última generación por parte de las organizaciones medioambientales bien financiados y las industrias de alimentos orgánicos y productos naturales, y temor que estas suscitan en el público.
Finalmente, las toxinas naturales llamadas micotoxinas, producidas por ciertos mohos (hongos), pueden crecer en una variedad de cultivos alimenticios diferentes, incluidos cereales, nueces, especias, frutas secas, manzanas y granos de café. Las más preocupantes son las aflatoxinas genotóxicas, que pueden causar intoxicación aguda en grandes dosis. Los cultivos frecuentemente afectados por aflatoxinas incluyen los cereales (maíz, sorgo, trigo y arroz), las semillas oleaginosas (soja, maní, girasol y semillas de algodón), especias (chiles, pimienta negra, cilantro, cúrcuma y jengibre) y frutos secos (pistacho, almendra, nuez, coco y nuez de Brasil). Los plaguicidas son eficaces para controlar el crecimiento de estas y otras micotoxinas.
Epílogo
Ciertamente, al igual que con los productos farmacéuticos y los dispositivos médicos, los plaguicidas deben ser bien regulados y monitoreados, especialmente para detectar posibles efectos en ciertos segmentos de la población, como los agricultores, que tienen el contacto más directo (pero que tienen tasas de cáncer más bajas que la población general). (Vea aquí, aquí, aquí, y aquí.)
El control de plagas ha avanzado mucho. La toxicidad de los plaguicidas modernos ya se ha reducido en un noventa y ocho por ciento y la dosis de aplicación ha bajado en un noventa y cinco por ciento desde la década de 1960. Yo cecí en la era de “Cosas mejores para vivir mejor… con química” (eslogan publicitario de DuPont 1935-1982) y viví lo peor de la reacción hacia los productos químicos generada en gran parte por la publicación del libro convincente, pero a menudo deshonesto de Rachel Carson Silent Spring (Primavera Silenciosa). Ahora, los productos químicos están siendo complementados, y en ocasiones suplantados, por la biotecnología, pero eso no viene al caso; el beneficio neto de los plaguicidas, ya sean químicos o biológicos, es irrefutable. Nuestro mayor desafío de salud pública en la actualidad no son los productos químicos; más bien, es la ignorancia institucionalizada y la propagación del miedo lo que amenaza con deshacer algunos de los mayores usos tecnológicos y humanitarios de esos productos en el siglo XX.
Henry I. Miller, médico y biólogo molecular, es investigador principal del Pacific Research Institute. Fue el director fundador de la Oficina de Biotecnología de la FDA. Síguelo en Twitter en @henryimiller
Este artículo fue publicado originalmente en Science 2.0. Esta versión fue traducida del artículo publicado el 9 de marzo 2020 en Genetic Literacy Project.
Los plaguicidas no solo previenen la transmisión de enfermedades transmitidas por vectores a las personas, sino que también mejoran significativamente la seguridad alimentaria al prevenir las enfermedades transmitidas por insectos en las plantas y la pérdida de cultivos debido a las infestaciones de malezas.
Para muchas personas sobrevivientes de cáncer retomar su
vida habitual representa todo un desafío. Son muchos los cambios que han
enfrentado y muchas las dudas que los embargan al momento de volver al ritmo
habitual de sus vidas.
Quienes han superado con éxito esta enfermedad describen
estos primeros meses como un proceso de transformación, lleno de muchos miedos
e inquietudes sobre cómo reintegrarse al ritmo normal de sus vidas, y sobre
todo, cómo implementar una alimentación que sea lo más sana y balanceada
posible.
Así lo explica María Holguín, una joven maestra de
secundaria, sobreviviente de cáncer de mama: “Cuando el doctor me dio de alta, no dejaba de preguntarme, ¿Qué debo hacer
ahora? ¿Cómo hago para llevar un estilo de vida saludable? ¿Qué alimentos y
productos debo o no consumir?
Al igual que ella, muchas personas en su misma situación
tienen las mismas interrogantes y dedican mucho tiempo a investigar sobre los
hábitos de vida que deben llevar y qué productos y alimentos consumir. Éstos usualmente se dejan llevar por el
consejo de familiares y amigos, recopilan información que no siempre es
correcta de páginas web, libros y revistas, o peor aún, suelen eliminar de su
dieta una serie de alimentos importantes que vienen del campo, o incluyen otros
insumos, hierbas y complementos que sí pueden ser dañinos.
Así lo confirma la Dra. Annette Goldberg, una dietista
oncológica para pacientes ambulatorios en Boston Medical Center Cancer Care Center,
en el portal www.cáncer.net “Existen
innumerables mitos sobre lo que una persona debe comer o no después de un
diagnóstico de cáncer. La información engañosa e incorrecta puede dejar a las
personas confusas y asustadas.”
Una de las creencias más populares es que los alimentos
convencionales pueden contener residuos de plaguicidas, fertilizantes, antibióticos
o químicos en general y éstos a su vez, pueden ser los causantes de algún tipo
de cáncer.
La clave es conocer la toxicidad
Yohanan Núñez, biólogo y científico dominicano asegura
que “todo lo que existe tiene “químicos”:
nuestro cuerpo, los productos de limpieza, la comida que consumimos, las
medicinas, los productos de cuidado personal”. Las personas tienden a confundir lo “Químico por
lo Tóxico”, para saber si un alimento nos hace daño o no, se determina su
TOXICIDAD, no si tiene químicos, asegura Nuñez.
La toxicidad de un producto es determinada
por la cantidad en que se utilice. Ya lo decía el médico y astrólogo suizo Paracelso:
“Todas las sustancias son venenos, no existe ninguna que no lo
sea. La dosis diferencia un veneno de un remedio”.
Este principio se basa en la
conclusión de que todos los productos químicos -incluso el agua y el oxígeno-
pueden ser tóxicos si se ingiere demasiado o se absorbe en el cuerpo. Por el contrario,
si la dosis o el nivel de exposición es suficientemente bajo, incluso una
sustancia tóxica dejará de causar un efecto perjudicial. Por lo tanto, la
potencia de un producto químico es finalmente definida por la dosis, explica el
portal, Chemical safety facts.org.
¿Qué pasa con los químicos utilizados en la agricultura?
Para el caso de los plaguicidas
utilizados en el control de plagas, malezas y enfermedades que afectan los cultivos,
existen directrices globales y locales que tienen como objetivo el uso y manejo
responsable de estas sustancias. Su
aplicación en la agricultura está controlada y regulada por organizaciones
internacionales como la Comisión del Codex Alimentarius, la Organización de las
Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación (FAO), y la Organización
Mundial de la Salud (OMS), y por organizaciones nacionales como la Comisión
Federal para la Prevención de Riesgos Sanitarios (COFEPRIS) en México, para citar
algunos ejemplos.
Existen recomendaciones sobre
el nivel de residuos de plaguicidas que pueden estar presentes en los alimentos.
Se trata de estándares establecidos con suficiente seguridad para la salud
humana. Los residuos de plaguicidas en los alimentos son muy bajos y no están
asociados con elevar el riesgo de cáncer.
¿Cuál debe ser mi plan de nutrición?
Llevar una dieta rica en frutas
y vegetales es fundamental, le permitirá al paciente recuperar fuerzas, reconstruir
el tejido afectado y reducir el riesgo de desarrollar otras enfermedades. no dude
en preguntar a sus médicos sobre los alimentos que debe incluir en su dieta y
recuerde que seguir las normas de higiene en la cocina es fundamental. Les
compartimos aquí un video de la nutricionista y catedrática española Montaña Cámara
Hurtado.
Alimentos seguros en casa
Las
personas que reciben un tratamiento contra el cáncer deben prestar atención a
la seguridad de los alimentos. Algunos tratamientos pueden debilitar el sistema
inmune, lo que aumenta el riesgo de una infección. Las infecciones alimentarias
se producen cuando bacterias, virus u hongos perjudiciales contaminan los
alimentos y lo enferman. Recuerde que,
aunque los alimentos se vean bien, pueden contener patógenos (bacterias, virus
o parásitos) imperceptibles a la vista y que pueden causar enfermedades.
La FDA,
agencia del gobierno de los Estados Unidos responsable de la regulación de
alimentos, medicamentos, cosméticos, aparatos médicos, productos biológicos y
derivados sanguíneos, en su guía de Inocuidad Alimentaria para personas con
cáncer, recomienda lo siguiente:
Antes de llegar a nuestras mesas los alimentos son sometidos a múltiples controles para garantizar que son seguros. Estamos en una época en la que evaluamos y analizamos los alimentos como no lo habíamos hecho antes, asegura la catedrática de Nutrición y Ciencia de los Alimentos en la Universidad Complutense de Madrid (España), Montaña Cámara Hurtado.
Sin embargo, los miedos también abundan en esta época digital y de información instantánea y han generado una percepción negativa hacia los alimentos. “Que hacen daño, que causan cáncer, que producen alergias” son contenidos recurrentes en las redes sociales que en su mayoría carecen de referencias bibliográficas o de voces de la academia.
Por eso hoy les presentamos una entrevista con la profesora Cámara Hurtado, quien habla de los protocolos de evaluación de riesgos de los alimentos, hace un recordatorio de las normas de higiene a la hora de manipular los alimentos y nos insiste en la importancia de alimentarnos de manera balanceada reconociendo las particularidades del cuerpo de cada individuo.
Le denominan quimiofobia y es un temor excesivo a todos los productos químicos a pesar de que la química nos ha acompañado desde tiempos remotos hasta nuestros días.
Enero 2020
Imagine
su vida sin la mezcla de gases compuesta por 78% de nitrógeno, 21% de oxígeno,
0.93 % de argón y 0.04 % de dióxido de carbono. O quizás sin aquellas moléculas
compuestas por dos átomos de hidrógeno y uno de oxígeno. Con certeza
moriríamos, pues sin aire ni agua es imposible vivir.
Así de recurrente es la química en la vida de los casi
8000 millones de habitantes del planeta. Desde que nos levantamos hasta que nos
acostamos vivimos rodeados de ella.
Ya lo decía el químico fránces, Jean Marie Pierre
Lehn, galardonado con el Premio Nobel en esa disciplina, en 1987: “La química es como el
arte. Por ambos caminos obtienes cosas. Con la química puedes cambiar el orden
de los átomos y crear realidades que no existían”.
Todo
en nuestra vida es química. Al interactuar con otras disciplinas ella
literalmente es la base de absolutamente todo.
Así
lo menciona el Doctor en Ciencias Químicas e Investigador Científico español,
Bernardo Herradón en su publicación denominada La Química: ciencia central
en el siglo XXI donde cita que todo es química. “Esta característica hace
que la química sea considerada la ciencia central. La
química interacciona con otras ciencias, como la toxicología, la ciencia de los
alimentos, las ciencias medioambientales, la ciencia de los materiales, las
ciencias agrícolas, la veterinaria, la medicina, la biología y la física. En
todas estas ciencias se usan conceptos y métodos de la química (basados en el
empleo y manipulación de moléculas) para estudiar fenómenos y generar productos
de consumo. Por poner algunos ejemplos, todo lo que comemos es una mezcla de
sustancias químicas (ya sean naturales o artificiales), o el efecto biológico
que tienen las sustancias químicas se tiene que explicar a nivel molecular, lo
que influye en ciencias biomédicas, toxicología y ciencias medioambientales.”
De
manera que como lo dice el especialista, ha vivido entre nosotros, desde
siempre.
Pero de la misma forma en que este elemento inmerso en la naturaleza y en nuestras vidas nos ha conectado, también ha sido artífice de los más infundados temores.
No le temen a las radiaciones emitidas por un teléfono móvil pero sí a todo aquello donde interviene la mente humana, esa química que nos ha permitido vivir, conocernos y facilitarnos claramente nuestra existencia.
Los
científicos le han denominado “quimiofobia” un temor infundado a los químicos
artificiales, donde algunos creen que lo natural es “mejor y más saludable” que
lo producido industrialmente o en un laboratorio, cuando existe suficiente
evidencia científica y regulación que respalda la seguridad de todo lo que se
ha ido desarrollando.
El problema ha sido tal, que muchas personas no permiten que sus hijos sean vacunados, por el peligro de “un agente artificial”, cuando la medicina basada en la evidencia ha sido contundente en señalar la importancia de la inmunización desde edades tempranas.
Respaldo
y regulación minuciosa
Justamente cuando los químicos se dieron
cuenta que podían crear nuevas sustancias químicas, empezaron a buscar
aplicaciones, tal y como lo señala el experto Herradón en su publicación. Y con
ella, también vinieron nuevos controles y normativas internacionales que
permitieron garantizar su impacto positivo en la calidad de vida a nivel
mundial.
De
manera que la química y todas sus innovaciones son sumamente reguladas
internacionalmente. Los protocolos existentes y los organismos internacionales y
nacionales regulan la práctica de todo nuevo desarrollo o producto en el campo
médico o alimenticio, eso sin mencionar otras disciplinas que se benefician de
sus aplicaciones.
Así
lo señala Karla Andrade, experta ecuatoriana en Química Farmacéutica, quien desecha
cualquier idea que tienda a temerle a la Química, pues los compuestos de ese
tipo se encuentran en todos lados y han sido parte de nuestra vida cotidiana.
Es más, la profesional, integrante del staff de profesionales en
un laboratorio farmacéutico privado, recuerda que antes de que un producto
químicamente procesado se expenda al público, este debe contar con la
certificación de la autoridad sanitaria respectiva. A esto se suma la
rigurosidad y ética profesional del trabajo que realiza cada especialista, y todo un proceso que respalda la seguridad para
que ese producto llegue al mercado.
“Hay
organismos nacionales e internacionales que exigen el cumplimiento de procesos
tanto en productos como en sus envases”, detalla Andrade. Tanto en el resto del
mundo como en nuestro país, existen entidades que regulan todo proceso de
innovación en este campo. Por ejemplo, instituciones, apoyados en las normas
INEN del Servicio Ecuatoriano de Normalización a través de la FAO, determinan
el grado de los compuestos de los productos de tal manera que, en el caso del
consumo humano, no exponga a las personas a ningún tipo de riesgo y brinde
seguridad. Los análisis de la materia prima, del proceso y del producto final
son las fases del control de calidad que se aplican a los productos antes de
exponerse al público. Estas fases se contemplan en la norma ISO 9001:2015 que
regula los sistemas de gestión de calidad de procesos, incluyendo el de las
áreas de producción. El cumplimiento de esta norma evidencia en las empresas su
capacidad para proporcionar productos de calidad y cuya composición química no
cause alteraciones en el cuerpo humano.”
En
ese contexto, las actitudes de un ingeniero químico son guías y orientación de
la conducta, y manifiestan los valores adquiridos que orientan su actividad
profesional en beneficio de la sociedad y de su entorno haciendo un uso
eficiente de los recursos, fomentando la conciencia social y ambiental. Una
actitud, según el Instituto Mexicano de
Ingenieros Químicos, es la tendencia a decidir, pensar o actuar de una
determinada manera bajo ciertas circunstancias.
En
un estudio publicado en marzo del 2018, ONU Medio Ambiente advirtió que la
producción química actual se cifra en 2 300 millones de toneladas, pero que se
duplicará para 2030. En el documento, la entidad rescata el desarrollo de
innovaciones químicas sostenibles. La idea es que la Química “desempeñe un papel
importante en la sociedad moderna y en el logro de los objetivos de la Agenda
2030 para el Desarrollo Sostenible”.
El informe asegura que los Gobiernos están tomando
medidas reglamentarias sobre muchos productos químicos; algunas empresas están
impulsando estándares de una gestión sostenible en la cadena de suministro; y
los consumidores han aumentado la demanda por productos y métodos más seguros.
Se necesita de ella para vivir, mejorar la esperanza de vida, medicinas, alimentación, hasta energía, y por eso se busca lograr mecanismos que permitan fortalecer su desarrollo, con procesos seguros y sostenibles en el largo plazo.
En tiempos actuales donde el contenido digital determina ciertos estilos de vida y hábitos de consumo, la alimentación se ha vuelto todo un tema de discusión. Nos invaden cientos de titulares y críticas de influencers que nos dicen qué alimentos comer y cuáles no, cómo consumirlos e incluso dónde adquirirlos.
Pero lo que no se nos ha dicho es que también debemos ser conscientes de la inocuidad de lo que comemos. Aunque para algunos sea un término nuevo, la inocuidad alimentaria, es un concepto que ha hecho carrera en las políticas públicas desde hace varias décadas. Se trata de todas aquellas acciones que garantizan la máxima seguridad posible de los alimentos, y abarcan toda la cadena alimenticia, desde la producción hasta el consumo.
Las Enfermedades Transmitidas por los Alimentos, conocidas como ETAS, son una importante carga para la salud. A pesar de los avances, aún millones de personas se enferman y muchas mueren por consumir alimentos insalubres. Aunque hemos mejorado las condiciones de higiene y la cobertura de agua potable, aún hay mucho por hacer.
Para fortalecer la educación en el tema, la Organización de las
Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura – FAO y la Organización
Mundial de la Salud – OMS promueven el Día Mundial de la Inocuidad de los
Alimentos para recordarnos que independientemente de la producción de
estos, todos pueden presentar riesgos de naturaleza microbiológica, química o
física que con frecuencia son invisibles a simple vista; bacterias o virus son
algunos ejemplos.
Pero en la cotidianidad solo somos conscientes de lo anterior cuando presentamos una intoxicación alimentaria. Es entonces cuando recordamos algunas prácticas básicas y responsables como: Evitar comer algunos alimentos crudos, sin lavar o sin procesar adecuadamente. Sin embargo, al tiempo de recuperarnos las volvemos a olvidar.
Afortunadamente existe el Codex Alimentarious, una colección de
normas, códigos de prácticas, directrices y recomendaciones a nivel
internacional que mitigan los peligros potenciales de los alimentos para nuestra
salud. Todos los gobiernos deben seguir los lineamientos del Codex Alimentarius
e implementar acciones que garanticen la inocuidad de los alimentos.
El Codex Alimentarius se ha encargado desde 1963 de emitir directrices que evalúan: la higiene, los niveles máximos de uso de aditivos, los límites máximos de residuos de plaguicidas y medicamentos veterinarios, así como niveles máximos para evitar la contaminación microbiológica y por sustancias químicas. Todas estas normas se basan en un asesoramiento científico sólido y actualizado generado por la FAO y la OMS.
Hay rastros de plaguicidas que pueden permanecer en los cultivos a la hora de la cosecha.
Los LMRs se establecen muy por debajo de los márgenes de seguridad para determinar que los alimentos producidos con plaguicidas sean adecuados para el consumo. Este estándar permite que los consumidores puedan confiar en la seguridad y la calidad de los alimentos.
Los gobiernos y las exigencias del mercado perfeccionan cada día los procesos para medir y controlar que las cosechas no sobrepasen los LMRs.
Los Límites Máximos de Residuos (LMRs) son una medida que designa el nivel más alto de residuos de plaguicidas permitidos legalmente en la comida.
Los residuos de plaguicidas, si los hay, son tan bajos que las personas tendrían que consumir cantidades enormes, como consumir 28,000 fresas en un solo día, para sobrepasar los límites de seguridad que existen para esta fruta.
Si bien el Codex contribuye a la seguridad de los alimentos, es necesario que como ciudadanos activos exijamos a las autoridades, a los agricultores, a la industria de los alimentos y a los comerciantes acciones de prevención que garanticen la seguridad de los alimentos. Igualmente debemos seguir en casa las medidas de higiene necesarias.
Agricultores: Deben
cumplir conlas Buenas Prácticas Agrícolas, BPAs como aplicar el Manejo Integrado
de Plagas (MIP), hacer un uso responsable de todos los insumos – incluidos los
productos fitosanitarios o plaguicidas y los fertilizantes – y usar agua de
buena calidad para regar el cultivo y/o lavar la cosecha.
Cadena de producción: Sea la agroindustria, los distribuidores o los comerciantes, deben
mantener los alimentos correctamente refrigerados, y mantener la higiene de los
depósitos y a través de todo el proceso de manipulación de los mismos.
Gobiernos (Ministerios
de Salud, Agricultura y Economía o Agencias de Inocuidad): Deben verificar que se cumplan los
requisitos del mercado objetivo en productos hortofrutícolas, pesqueros y
ganaderos, dando el aval para que el consumo de estos sea seguro. Además de dar
atención y control a los alimentos importados.
Consumidores: Aplicar normas básicas en casa como: Refrigerar carnes o lácteos y más alimentos que lo requieran, procesar cada comida con utensilios limpios, consumir en fresco productos como frutas y verduras y siempre lavar éstas antes de su preparación.
Tomado de: Forbes Steven Savage, Colaborador y consultor de tecnología agrícola. 10 de abril, 2018
Dentro de las múltiples tendencias de dietas y hábitos alimenticios que hoy tenemos a disposición, se generan grandes dudas por los alimentos producidos por la agricultura convencional porque utilizan químicos. Una de las mayores preocupaciones de los consumidores es si los residuos de plaguicidas pueden generar problemas de salud.
¿Estará en riesgo su salud con su dieta de alimentos producidos bajo métodos convencionales? Muchos estudios demuestran que no.
Hoy les compartimos apartes de un análisis publicado en la revista Forbes que compara los residuos de plaguicidas en legumbres sembradas de forma orgánica y convencional en Estados Unidos, titulado La verdad sobre los residuos de plaguicidas en los productos frescos: todas alentadoras, algunas incómodas. El análisis fue realizado por Steven Savage, Colaborador y consultor de tecnología agrícola.
Los resultados de entrada son positivos, pues evidencian que el suministro de productos frescos es seguro desde la perspectiva de residuos de plaguicidas. EL 99.85% de los residuos que se detectaron están por debajo de las “tolerancias” ya conservadoras establecidas por la Agencia de Protección Ambiental (EPA) sobre la base de una evaluación de riesgos exhaustiva y rigurosa que refleja toda la información toxicológica disponible.
Esto no se basa en datos al aire, sino en un muestreo de cultivos realizado en el 2016 que evaluaba la detección de plaguicidas y comparaba éstos con los límites permitidos por el EPA, arrojando estos gráficos:
Verduras y frutas convencionales
Estos son los cultivos muestreados del suministro de alimentos de los EE. UU. por el USDA en 2016.
Verduras y frutas orgánicas
Estos son los cultivos para los cuales el USDA recolectó algunas muestras orgánicas en 2016. Debajo de cada cultivo se indica el número de muestras y de detecciones de plaguicidas sintéticos.
La parte negra representa productos químicos detectados “En casi todos estos casos, las cantidades detectadas son tan bajas que el Departamento de Agricultura de los Estados Unidos (USDA) y EPA reconocen que no hay ningún riesgo real involucrado”.
La parte roja de las barras es para detecciones que exceden la tolerancia. La parte rosa de las barras es para detecciones que están entre 1/20 de la tolerancia y la tolerancia.
En el cuadro de arriba hay una pequeña línea punteada de color verde y cualquiera de los resultados a la izquierda podría calificar técnicamente como «aceptable para orgánico». Es decir más del 70% de estas frutas y verduras convencionales bien podrían ser categorizadas como orgánicas.
Pero las noticias son aún mejores. La parte de color verde claro de las barras es para detecciones entre 1 y 5% de la tolerancia o entre 20 y 100 veces menor que esa norma. La sección de color gris es para detecciones de 100 a 1,000 veces más bajas que la tolerancia, y la parte verde oscuro de la barra es para detecciones más de 1,000 veces menores que la tolerancia; ¡algunas de estas son más de 10,000 veces más bajas! La transparencia del programa del USDA en el suministro de los datos detallados es buena porque revela lo insignificante que son estos residuos desde la perspectiva de la salud, además observe que para las frutas convencionales hubo muy pocas detecciones sobre las tolerancias o sin tolerancia.
Ahora, muchos consumidores piensan que orgánico significa que no se usan plaguicidas de síntesis química. Ese no es el caso. Existe una lista bastante extensa de opciones de plaguicidas «naturales» que están permitidas, y natural no siempre significa «más seguro» . Todos los pesticidas naturales se someten al escrutinio de la EPA y están sujetos al mismo tipo de «restricciones de etiqueta» diseñadas para asegurar que se puedan usar de forma segura.
Los agricultores convencionales también usan muchos de los productos naturales como parte de su programa, para proteger el rendimiento y la calidad del daño causado por las plagas, y al mismo tiempo lo hacen de una manera que es segura para nosotros. Por lo tanto un comprador ilustrado debería rechazar cualquier guía manipuladora y elegir sus frutas y hortalizas basándose en la frescura, el sabor y la asequibilidad, y también debería prestar atención a las recomendaciones de nutricionistas sobre comer muchas frutas y verduras
Es importante saber que no todo lo convencional está producido 100% con plaguicidas químicos, ni todo lo orgánico está libre de plaguicidas.
Decíle «sí» a estar informado para disfrutar de tu comida. La comida tiene un rol fundamental en nuestras vidas, queremos comer sano y seguro. La seguridad es una prioridad para todos los que intervienen en cada una de las etapas de la cadena alimentaria, desde el campo hasta la mesa. Y aunque los alimentos que consumimos son seguros, muchas veces nos surgen dudas.
Por ejemplo, se observa una creciente preocupación acerca de cómo afecta nuestra salud ingerir alimentos derivados de cultivos tratados con productos fitosanitarios (también llamados agroquímicos). Es por eso que elaboramos este cuestionario para responder a las dudas y consultas más comunes.
¿Qué son los productos fitosanitarios y para qué se utilizan?
Los fitosanitarios son productos utilizados para minimizar o evitar el daño que las plagas les causan a los cultivos, y que afectan tanto al rendimiento como a la calidad de los mismos. También se los conoce como agroquímicos, plaguicidas, pesticidas, etc., sin embargo hoy se los prefiere llamar «productos fitosanitarios», ya que su objetivo es preservar la salud de los cultivos en la producción agrícola. Según la Organización Mundial de la Salud (OMS), los fitosanitarios son cualquier sustancia o mezcla de sustancias destinadas a prevenir, controlar o destruir cualquier agente (insecto, maleza, hongo u otro) que perjudique a la agricultura durante la producción, el almacenamiento, el transporte, la elaboración y la distribución de los productos agrícolas y sus derivados.
¿Qué tipos de productos fitosanitarios existen?
En relación con la plaga que controlan, pueden ser acaricidas, fungicidas, insecticidas y herbicidas, según controlen ácaros, hongos, insectos o malezas, respectivamente. Con respecto al origen, los productos fitosanitarios pueden ser minerales, biológicos o de síntesis química. Entre los minerales se pueden mencionar los compuestos de cobre y azufre. Entre los productos biológicos están los constituidos por bacterias, como por ejemplo Bacillus thuringiensis, que controla insectos lepidópteros. El tercer grupo de fitosanitarios es el más comúnmente empleado y corresponde a los productos sintetizados químicamente (como por ejemplo, todos los herbicidas que se usan actualmente).
¿Cómo se usan los productos fitosanitarios?
Los productos fitosanitarios se aplican en distintos momentos del ciclo de los cultivos. En algunos casos se aplican preventivamente para evitar la aparición de la plaga, mientras que en otros se aplican luego de la aparición de la plaga y antes de que se alcance el umbral de daño económico, es decir, el momento a partir del cual se generan pérdidas en el cultivo. También hay productos que se utilizan luego de la cosecha, para prevenir, por ejemplo, el ataque de hongos en frutas y cereales. Los productos fitosanitarios, deben ser incorporados a un Manejo Integrado, que utiliza varios tipos de herramientas y prácticas para manejar los cultivos, incluyendo control químico y biológico, prácticas culturales, etc. En todos los casos, es fundamental que los productos fitosanitarios se usen responsablemente y siguiendo las Buenas Prácticas Agrícolas (BPA), de modo de asegurar que no dañen la salud humana y animal ni al ambiente.
¿Cómo se prueba la seguridad de un producto fitosanitario?
Los productos fitosanitarios tienen un marco regulatorio para su experimentación, aprobación y uso que es de aplicación internacional. En Argentina este marco funciona en el Ministerio de Agricultura, Ganadería y Pesca de la Nación, más específicamente, en el Servicio Nacional de Sanidad y Calidad Agroalimentaria (SENASA). Este organismo se ocupa de evaluar la seguridad de los productos fitosanitarios a través de un gran número de estudios diseñados para determinar sus efectos potenciales sobre la salud de las personas y animales, y el ambiente.
Sí, la agricultura orgánica utiliza productos fitosanitarios que deben estar autorizados para esta práctica agrícola. Si bien excluye el uso de productos sintéticos, emplea productos basados en bacterias (como Bacillus thuringiensis), minerales (como compuestos de cobre o el azufre) o plantas (como la rotenona, aunque se usa ya muy poco debido a su elevada toxicidad). En el caso de los fertilizantes, usa compost orgánico o estiércol.
¿Puedo comer con tranquilidad cereales, frutas y verduras que han sido tratados con productos fitosanitarios?
Sí, porque este aspecto también está contemplado durante el proceso regulatorio y la presencia de productos fitosanitarios en los alimentos está controlada a lo largo de la cadena de producción. Los productos fitosanitarios pueden ser absorbidos o quedar en la superficie de la planta. Sin embargo, la cantidad inicial de producto fitosanitario que queda luego de la aplicación se reduce durante el ciclo del cultivo y las cantidades que quedan en las superficies comestibles son mínimas. A esta pequeña cantidad se la denomina «residuo», y muchas veces no se puede detectar aún usando los equipos de análisis más modernos. La posible presencia de residuos en los alimentos es uno de los aspectos que se tiene en cuenta cuando se autoriza el uso de un determinado producto fitosanitario. En Argentina, el SENASA, después de ensayos regulados y evaluaciones exhaustivas, determina la cantidad máxima que se puede tolerar de un producto fitosanitario en los alimentos para que no cause ningún daño a la salud. Para ello, se adecúa a los lineamientos de la FAO y la organización Mundial de la Salud.
Resumiendo: Como se mencionó al principio, la responsabilidad de garantizar la seguridad de los alimentos es compartida por todos los que intervienen en cada una de las etapas de la producción y manejo de los alimentos, desde el campo a la mesa. Esto incluye a quienes producen las materias primas, las compañías que fabrican alimentos, los establecimientos que sirven comida y los consumidores.
Informáte y disfrutá de tu comida ¡La mesa está servida!