Tomado de Genetic Literacy Project
Henry Miller | 26 de marzo de 2021
Este artículo o extracto se incluye en la selección comisariada diaria del GLP (proyecto de alfabetización genética) de noticias, opiniones y análisis ideológicamente diversos sobre la innovación en biotecnología.
Si le pidiera a un grupo de profesionales médicos que nombrara los logros de salud pública más importantes del siglo pasado, es casi seguro que los antibióticos y la vacunación generalizada contra las enfermedades infecciosas encabezarían la lista. Los Centros para el Control y la Prevención de Enfermedades (CDC) de EE. UU. agregarían la seguridad en los vehículos automotores, el agua fluorada, la seguridad en el lugar de trabajo y una disminución en el consumo de cigarrillos.
Si usted dijera que los plaguicidas no solo pertenecen en esa lista, sino que se encuentran en la parte superior de la misma, es probable que lo reciban con escepticismo, si no con incredulidad. Sobre este tema, los profesionales altamente educados son poco diferentes de los consumidores en general, quienes obtienen la mayor parte de su información de los reportajes de los medios que presentan abrumadoramente a los plaguicidas como una amenaza para la salud o incluso un peligro. En el mejor de los casos, algunos interlocutores de mente abierta podrían admitir que los plaguicidas son un mal necesario que los reguladores deberían tratar de limitar y, siempre que sea posible, eliminar de nuestro medio ambiente.
Sin embargo, según cualquiera de las medidas estándar de salud pública – reducción de la mortalidad, discapacidad y enfermedades infecciosas, así como mejora de la calidad de vida – la contribución de los plaguicidas modernos ha sido profunda. Un suministro adecuado de alimentos es absolutamente fundamental para la salud humana. Si se le niegan suficientes calorías, vitaminas y otros micronutrientes, los sistemas del cuerpo se descomponen. Las reservas de grasa se agotan y el cuerpo comienza a metabolizar los músculos y otros órganos para mantener la energía necesaria para la vida. Las funciones cardiorrespiratorias y gastrointestinales fallan y el sistema inmunológico se ve seriamente comprometido.
Un informe del 2019 del Fondo de las Naciones Unidas para la Infancia (UNICEF) encontró que “un tercio de los niños menores de cinco años están malnutridos – raquíticos, con emaciación o sobrepeso – mientras que dos tercios corren riesgo de desnutrición y hambre oculta debido a la mala calidad de sus dietas.» Y según la Organización Mundial de la Salud, la desnutrición es actualmente una causa subyacente en casi la mitad de las muertes de niños menores de cinco años. Los recién nacidos mal alimentados que sobreviven a la primera infancia pueden sufrir un retraso en el crecimiento permanente y un deterioro cognitivo de por vida. La muerte se debe con mayor frecuencia a la desnutrición que a los asesinos transmitidos por insectos como la malaria, la enfermedad de Lyme, el virus Zika, el dengue y la fiebre amarilla combinados. Además, hace que las personas sean más susceptibles a este tipo de enfermedades infecciosas. Los plaguicidas ayudan a abordar todos estos problemas aumentando el suministro de alimentos, controlando el crecimiento de micotoxinas dañinas, y previniendo las picaduras/mordeduras de mosquitos, garrapatas, otros insectos transmisores de enfermedades y los roedores.
La seguridad alimentaria es un fenómeno reciente
La comunidad médica conoce todos los trazos generales anteriores, al menos en abstracto. Pero al vivir en una época de abundancia agrícola sin precedentes, a menudo damos por sentada la provisión de dietas adecuadas. No deberíamos.
Como señaló el economista Robert Fogel en un libro del 2004, incluso en las naciones avanzadas e industrializadas, la seguridad alimentaria generalizada es un fenómeno relativamente reciente. Según el profesor Fogel, el consumo de calorías per cápita a mediados del siglo XIX en Gran Bretaña apenas igualaba a lo que el Banco Mundial denominaría hoy el de las naciones de «bajos ingresos». La disponibilidad de calorías en Francia a principios del siglo XIX la colocaría hoy en día entre las naciones con mayor inseguridad alimentaria del mundo. No fue hasta bien entrado el siglo XX que incluso las naciones más ricas alcanzaron el nivel de consumo de calorías per cápita necesario para escapar de la desnutrición crónica.
Lo que lo hizo posible fue un rápido aumento de la productividad agrícola después de la Segunda Guerra Mundial. Los rendimientos de los cultivos habían mejorado durante los dos siglos anteriores, sin duda, pero como se puede ver en gráficos de las tendencias históricas del rendimiento, el progreso fue lento y desigual. Eso cambió drásticamente a mediados de la década de 1940, cuando las curvas de rendimiento gradualmente ascendentes se volvieron repentinamente hacia arriba, subiendo casi verticalmente hasta donde se encuentran hoy.
Los rendimientos medios del trigo en Gran Bretaña en 1942, que estaban apenas en un treinta por ciento por encima de su nivel un siglo antes, se duplicaron en 1974. A finales de la década de 1990, se habían triplicado en comparación con 1942. Los cultivos en Europa occidental y Estados Unidos siguieron una trayectoria similar: crecimiento lento o estancamiento en la era anterior a la Segunda Guerra Mundial, seguido de una rápida aceleración a partir de fines de la década de 1940. Los rendimientos de maíz por hectárea de EE. UU., que habían aumentado solo un dieciocho por ciento entre 1900 y 1945, se triplicaron en los siguientes cuarenta y cinco años y, para 2014, habían aumentado más del 460 por ciento.
El papel fundamental de los plaguicidas
Entonces, ¿qué cambió para producir mejoras tan dramáticas? Los dos factores citados con mayor frecuencia son los fertilizantes nitrogenados más baratos producidos por el método Haber-Bosch de fijar nitrógeno directamente del aire, que entró en funcionamiento después de 1910, y los nuevos cultivos híbridos creados por Henry Wallace, que se comercializaron por primera vez en 1926 por su empresa de semillas, Pioneer Hi-Bred Corn Company (más tarde Dupont Pioneer y ahora Corteva Agriscience). Ambas innovaciones fueron adoptadas rápidamente por los agricultores en la primera mitad del siglo XIX – el uso de fertilizantes nitrogenados artificiales por parte de los agricultores estadounidenses se multiplico por diez entre 1900 y 1944, y el sesenta y cinco por ciento estaban plantando cultivos híbridos en 1945 – pero su uso y el desarrollo aumentó enormemente en los años de la posguerra.
Sin embargo, a menudo se ignora la introducción posterior a la Segunda Guerra Mundial de nuevos plaguicidas químicos sintéticos que redujeron drásticamente las pérdidas de los cultivos y posibilitaron gran parte del crecimiento del rendimiento estimulado por los nuevos fertilizantes y semillas. Los agricultores habían estado usando plaguicidas químicos desde los primeros días de la agricultura, pero hasta mediados de la década de 1940, estos eran en gran parte compuestos químicos simples que contenían azufre y metales pesados.
Un ejemplo fue el sulfato de cobre, del que los agricultores orgánicos todavía dependen hoy en día debido, irónicamente, a su alta toxicidad, actividad plaguicida indiscriminada y efectos duraderos (es decir, persistencia en el medio ambiente). Sin embargo, los avances en la química orgánica (es decir, basada en el carbono) proporcionaron a los agricultores de la era posterior a la Segunda Guerra Mundial una amplia gama de plaguicidas altamente efectivos y cada vez más específicos que han revolucionado la agricultura.
Según uno de los principales expertos mundiales en enfermedades de las plantas, E.-C. Oerke de la Universidad de Bonn, estos plaguicidas fueron responsables de casi duplicar las cosechas, del cuarenta y dos por ciento del rendimiento mundial teórico en 1965 al setenta por ciento en 1990. Otros han estimado que los herbicidas (que son un subgrupo de los plaguicidas) por sí solos impulsaron la producción de arroz en los Estados Unidos en un 160 por ciento y son responsables de un sesenta y dos por ciento del aumento en el rendimiento de la soja en los Estados Unidos. Los fungicidas modernos contribuyeron entre el cincuenta y el cien por ciento de los aumentos de rendimiento en la mayoría de las frutas y verduras.
Sin embargo, incluso estas cifras subestiman enormemente la contribución de los plaguicidas modernos. Como han señalado el profesor Oerke y otros, muchos de los atributos críticos de las variedades modernas de cultivos que permiten mayores rendimientos hacen que los cultivos modernos sean más atractivos para las plagas; estos incluyen tallos más cortos (que previenen el daño de los elementos pero aumentan la competencia de las malezas), mayor resistencia al frío (que permite una siembra temprana de primavera y cultivos dobles), mayor densidad de cultivos y mayor producción de nutrientes estimulados por los fertilizantes sintéticos. Sin la innovación de los nuevos plaguicidas, gran parte de los beneficios del uso mejorado de fertilizantes e incluso la capacidad de supervivencia de las nuevas variedades de plantas que definen la agricultura en la actualidad se verían severamente restringidos o incluso bloqueados.
La ‘Revolución Verde’
En la década de 1960, el rápido crecimiento de la población en todo el mundo generó alarmas de hambruna generalizada. Muchos de los temores fueron exagerados, pero la urgencia era real. Durante el siguiente medio siglo, la población mundial se duplicó, y gran parte del aumento tuvo lugar en naciones pobres que ya eran crónicamente incapaces de alimentar a sus poblaciones. El hecho que el mundo haya evitado una hambruna generalizada se le atribuye en gran parte a un hombre: Norman Borlaug.
Conocido como el «Padre de la Revolución Verde» y «el hombre que salvó mil millones de vidas», recibió el Premio Nobel de la Paz en 1970 por sus incansables esfuerzos para exportar los beneficios de la tecnología agrícola a los agricultores en apuros de todo el mundo. Los efectos fueron dramáticos: los nuevos híbridos de trigo de alto rendimiento y resistentes a enfermedades que Borlaug introdujo en México, Pakistán e India duplicaron los rendimientos en cuestión de años y ayudaron a convertir a esas naciones en exportadoras netas.
Borlaug fue categórico durante toda su vida en que el éxito de la Revolución Verde solo era posible gracias a los plaguicidas modernos. En un discurso que pronunció un año después de recibir el Premio Nobel, condenó enérgicamente la «campaña de propaganda histérica y viciosa» del movimiento ambientalista contra los productos químicos agrícolas. Insistiendo en que los insumos químicos eran “absolutamente necesarios para hacer frente al hambre”, expresó su alarma de que la legislación que se estaba impulsando en el Congreso de los Estados Unidos para prohibir los plaguicidas condenaría al mundo al hambre.
A partir de la década de 1960, liderada por avances dramáticos en las naciones en desarrollo, la producción agrícola mundial comenzó un ascenso impresionante. El Profesor Patrick Webb de la Universidad de Tufts calculó: «En los países en desarrollo de 1965 a 1990, hubo un aumento del 106 por ciento en la producción de granos, lo que representó un aumento de aproximadamente 560 kilogramos per cápita a más de 660 kilogramos per cápita.» Y según la Organización de las Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación, el rápido aumento de la producción de alimentos provocó una reducción del hambre en el mundo, que se define como no tener una ingesta calórica adecuada para satisfacer los requisitos mínimos de energía, de más de la mitad entre 1970 y 2014. Detrás de esa simple estadística hay miles de millones de muertes prematuras evitadas, miles de millones de vidas rescatadas de enfermedades y sufrimientos crónicos, y comunidades enteras e incluso naciones salvadas de un ciclo interminable de subdesarrollo y pobreza extrema. Desde una perspectiva de salud pública, esos logros difícilmente pueden ser exagerados. Desafortunadamente, rara vez apenas se mencionan en estos días.
Prevalece el miedo, no los hechos
La discusión de los plaguicidas hoy ignora en gran medida los retos inherentes a la producción de alimentos en la escala necesaria y se centra en cambio en los temores exagerados que les rodea, a pesar de que están entre los más rigurosamente probados y estrictamente regulados de cualquier clase de productos. El resultado es una creciente reacción política y pública que retrasa la innovación de nuevos productos, restringe e incluso prohíbe del mercado productos perfectamente seguros, efectivos y establecidos.
El impulso creciente hacia la expansión de las prohibiciones de plaguicidas en Europa ha puesto en duda la viabilidad misma de la agricultura en ese continente. Una avalancha de demandas en los Estados Unidos contra plaguicidas (como el herbicida glifosato) universalmente considerados seguros por los reguladores podría poner a nuestro país en un camino similar. Mientras tanto, las agencias de desarrollo internacional, como la Organización de las Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación, que una vez defendió la Revolución Verde, están presionando a los agricultores más pobres del mundo para que adopten enfoques «agroecológicos» que prohíben los plaguicidas modernos (y otras tecnologías y productos) y son hasta cincuenta por ciento menos productivos. Esa es una receta para desafíos potencialmente mortales para la seguridad alimentaria.
Una cosa sería si este amplio ataque a los plaguicidas modernos aprobados por los reguladores tuviera mérito científico, pero el enfoque obsesivo de políticos, activistas y medios de comunicación sobre los riesgos percibidos para los consumidores colapsa bajo el escrutinio científico. En esto, se asemeja mucho al desafío de salud pública que presenta el movimiento contra la vacunación, que está liderado por muchos de los mismos grupos ambientalistas. Una diferencia fundamental es que el movimiento contra los plaguicidas cuenta con el apoyo de miles de millones de dólares de financiación anual de organizaciones sin fines de lucro adineradas, gobiernos (principalmente de la UE) y una floreciente industria agrícola/alimentaria orgánica que busca aumentar su participación en el mercado mediante la difusión de afirmaciones falsas y engañosas sobre la agricultura convencional.
Y a diferencia de la propaganda anti-vacunación, los medios de comunicación repiten automáticamente y amplifican el mensaje anti-plaguicidas con poca matización. («Si sangra, manda»). Incluso voces aparentemente autorizadas en la comunidad de la salud, como la Asociación Estadounidense de Pediatría, aconsejan al público que coma alimentos orgánicos, asumiendo erróneamente que los agricultores orgánicos no usan plaguicidas (lo hacen, y muchos) o quizás creyendo que los «plaguicidas naturales» hechos con metales pesados son de alguna manera menos tóxicos que los sintéticos. (La UE ha considerado prohibir el sulfato de cobre debido a sus riesgos humanos y ambientales, pero ha continuado reautorizándolo porque los agricultores orgánicos no tienen alternativas viables). Irónicamente, muchos plaguicidas orgánicos son considerablemente más dañinos para el medio ambiente.
Uno de los ejemplos más exitosos de propaganda anti-plaguicidas es la lista anual “Dirty Dozen” (docena sucia) producida por el grupo activista ambiental (Environmental Working Group, que también difunde el temor a las vacunas), destacando las frutas y verduras que tienen los residuos de plaguicidas detectables más altos. La capacidad de la tecnología moderna para detectar sustancias medidas en partes por mil millones o incluso por billón es extraordinaria, pero los residuos infinitesimales que se encuentran en los alimentos son casi con certeza demasiado pequeños para tener algún efecto fisiológico y, bajo cualquier medida razonable, representan un riesgo insignificante para los consumidores.
Las «tolerancias» (niveles de seguridad) reglamentarios de plaguicidas se calculan dividiendo la dosis más alta de un plaguicida que no tiene un efecto detectable en animales de laboratorio por un «margen de seguridad» de cien a mil, que establece un límite máximo de exposición sobre la cantidad acumulada de residuos de todos los productos aprobados, lo que significa que los reguladores consideran la suma de las tolerancias actuales al determinar el nivel de tolerancia para un nuevo producto. Para fines de comercio, los límites máximos de residuos (LMR) se establecen basándose en los niveles de seguridad multiplicados por un margen de seguridad adicional. Por lo tanto, incluso si se exceden los LMR, existe un riesgo muy bajo de efectos sobre la salud.
Por ejemplo, la Autoridad Europea de Seguridad Alimentaria señaló en su informe de seguimiento anual más reciente sobre residuos de plaguicidas (2017), que más de la mitad (cincuenta y cuatro por ciento) de 88.000 muestras en la Unión Europea estaban libres de residuos detectables. En otro cuarenta y dos por ciento, los residuos encontrados estaban dentro de los límites legales (LMR). Solo alrededor del cuatro por ciento excedió estos límites, que por tratarse de niveles ínfimos y por los márgenes de seguridad incorporados aún era poco probable que representaran un problema de seguridad.
Paradójicamente, los reguladores no aplican factores de seguridad tan grandes y conservadores a otras sustancias más tóxicas que consumimos de forma segura en cantidades mucho mayores todos los días. Considere, por ejemplo, la diferencia entre beber una o dos tazas de café y beber de cien a mil tazas a la vez. Dado que una dosis letal de cafeína es de unos diez gramos y una taza puede contener fácilmente 150 miligramos, sesenta y seis tazas podrían ser fatales. De manera similar, la naturaleza absurda de las afirmaciones del Grupo de Trabajo Ambiental se ve en los cálculos de las cantidades imposibles que uno tendría que consumir en un solo día, por ejemplo, 1,190 porciones de manzanas, 18,519 porciones de arándanos, 25,339 porciones de zanahorias según la Alliance for Food and Farming (Alianza para alimentos y agricultura): solo para alcanzar el nivel sin efecto.
De manera similar, las discusiones sobre los riesgos de cáncer comúnmente no reconocen que la mayoría de las frutas y verduras que forman parte de una dieta saludable contienen de forma natural sustancias químicas que son cancerígenas potenciales en dosis suficientemente altas. Muchas, como la cafeína y los alcaloides de los tomates y las papas, son plaguicidas naturales producidos por las propias plantas para protegerse de los depredadores. El Dr. Bruce Ames, quien inventó la prueba que todavía se usa hoy en día para identificar los carcinógenos potenciales, y sus colegas estiman que el 99,99 por ciento de las sustancias plaguicidas que consumimos son esos plaguicidas naturales, que, por supuesto, consumimos de manera rutinaria y segura.
Prevención de enfermedades
El papel de los plaguicidas en la protección de la salud pública es amplio, variado y, a veces, no evidente. Por ejemplo, la adición del plaguicida cloro al agua potable pública mata las bacterias dañinas. Los hospitales dependen de plaguicidas llamados desinfectantes para prevenir la propagación de bacterias y virus, y los fungicidas en pinturas y masillas previenen el moho dañino, mientras que los herbicidas controlan las malezas productoras de alérgenos como la artemisia y la hiedra venenosa. Los raticidas se utilizan para controlar los roedores que transmiten enfermedades como la peste bubónica y el hantavirus, y hay más de 100,000 enfermedades conocidas transmitidas por mosquitos, garrapatas y pulgas, que infectan a más de mil millones de personas y matan a más de un millón de ellas cada año; esas enfermedades incluyen la malaria, la enfermedad de Lyme, el dengue, el virus del Nilo Occidental y el Zika.
A pesar de que el número de infecciones transmitidas por garrapatas y mosquitos en los Estados Unidos se han disparado, el CDC (centro de control de enfermedades) advierte que estamos peligrosamente sin preparación – en gran parte debido a la oposición a los plaguicidas de última generación por parte de las organizaciones medioambientales bien financiados y las industrias de alimentos orgánicos y productos naturales, y temor que estas suscitan en el público.
Finalmente, las toxinas naturales llamadas micotoxinas, producidas por ciertos mohos (hongos), pueden crecer en una variedad de cultivos alimenticios diferentes, incluidos cereales, nueces, especias, frutas secas, manzanas y granos de café. Las más preocupantes son las aflatoxinas genotóxicas, que pueden causar intoxicación aguda en grandes dosis. Los cultivos frecuentemente afectados por aflatoxinas incluyen los cereales (maíz, sorgo, trigo y arroz), las semillas oleaginosas (soja, maní, girasol y semillas de algodón), especias (chiles, pimienta negra, cilantro, cúrcuma y jengibre) y frutos secos (pistacho, almendra, nuez, coco y nuez de Brasil). Los plaguicidas son eficaces para controlar el crecimiento de estas y otras micotoxinas.
Epílogo
Ciertamente, al igual que con los productos farmacéuticos y los dispositivos médicos, los plaguicidas deben ser bien regulados y monitoreados, especialmente para detectar posibles efectos en ciertos segmentos de la población, como los agricultores, que tienen el contacto más directo (pero que tienen tasas de cáncer más bajas que la población general). (Vea aquí, aquí, aquí, y aquí.)
El control de plagas ha avanzado mucho. La toxicidad de los plaguicidas modernos ya se ha reducido en un noventa y ocho por ciento y la dosis de aplicación ha bajado en un noventa y cinco por ciento desde la década de 1960. Yo cecí en la era de “Cosas mejores para vivir mejor… con química” (eslogan publicitario de DuPont 1935-1982) y viví lo peor de la reacción hacia los productos químicos generada en gran parte por la publicación del libro convincente, pero a menudo deshonesto de Rachel Carson Silent Spring (Primavera Silenciosa). Ahora, los productos químicos están siendo complementados, y en ocasiones suplantados, por la biotecnología, pero eso no viene al caso; el beneficio neto de los plaguicidas, ya sean químicos o biológicos, es irrefutable. Nuestro mayor desafío de salud pública en la actualidad no son los productos químicos; más bien, es la ignorancia institucionalizada y la propagación del miedo lo que amenaza con deshacer algunos de los mayores usos tecnológicos y humanitarios de esos productos en el siglo XX.
Henry I. Miller, médico y biólogo molecular, es investigador principal del Pacific Research Institute. Fue el director fundador de la Oficina de Biotecnología de la FDA. Síguelo en Twitter en @henryimiller
Este artículo fue publicado originalmente en Science 2.0. Esta versión fue traducida del artículo publicado el 9 de marzo 2020 en Genetic Literacy Project.